
El 23 de enero de 1643, el rey de España, Felipe IV, destituía fulminantemente a su hasta entonces poderoso valido, Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, y lo desterraba a la población de Loeches, donde quedaba estrictamente confinado. Desde 1621 había estado dirigiendo personalmente los destinos de la monarquía más poderosa del mundo, que entró irreversiblemente en barrena durante su mandato.
CV / Su caída fue solo una anticipación de la derrota en la guerra de los Treinta Años, que se saldó con la Paz de Westfalia en 1648, y de la continuación de la guerra con Francia, que concluyó con el Tratado de los Pirineos en 1659. La hegemonía había pasado a Francia, y España acabó en poco tiempo convertida en una potencia agónica y de segundo orden en el concierto europeo.
Olivares es sin duda una de las figuras más controvertidas de la historia de España. Se le han achacado todos los males posteriores y se le ha culpado de las insurrecciones catalana y portuguesa, y de las derrotas ante Francia
Olivares es sin duda una de las figuras más controvertidas de la historia de España. Se le han achacado todos los males posteriores y se le ha culpado de las insurrecciones catalana y portuguesa, y de las derrotas ante Francia. Se le ha considerado inepto, corrupto y, en definitiva, el gran culpable de la decadencia de España. Y se ha dicho también que intentó centralizar la monarquía bajo la matriz castellana liquidando los derechos de los territorios históricos, como Portugal o Cataluña, anticipándose sin éxito a lo que luego, ya con los Borbones en el poder, llevó a cabo Felipe V. Sin que sea completamente falso desde un punto de vista estrictamente descriptivo, lo cierto es que la historiografía posterior ha introducido, empero, muchos matices a esta visión tan peyorativa y monolítica del personaje.
Es verdad que cuando Olivares empezó a ejercer el poder, España seguía siendo la mayor potencia europea, pero también lo era que dicho poder se asentaba sobre sillares cada vez menos sólidos, que la Hacienda estaba arruinada, la demografía en declive y que el país no daba para la magnitud de las exigencias que le tocaba ejercer como potencia hegemónica. En definitiva, que el entramado amenazaba con implosionar de un momento a otro y que la monarquía española era un gigante con los pies de barro.
Y también es cierto que Olivares, que se percató lúcidamente del problema, no hizo nada para remediar esta situación –que hubiera sido, por otro lado, una ímproba tarea-, sino que sin acometer reformas a fondo, solo se limitó a intentar optimizar la obtención de los recursos necesarios, extrayéndolos de los distintos territorios, para seguir con las empresas bélicas que, inexorablemente, se resolvieron en un estrepitoso fracaso. Sencillamente, se trataba de una monarquía empobrecida que pretendía seguir funcionando muy por encima de sus posibilidades reales, y en eso puso su empeño, funcionando en este sentido más de acuerdo con la razón dinástica de los Habsburgo a los cuales servía, arruinando y desangrando al país en la defensa de los intereses de sus parientes dinásticos alemanes, y enfrentándose a una Francia que, aun sin un gran imperio colonial por entonces, era mucho más rica, le aventajaba demográficamente en 2,5 a 1, y tenía al mando a un primer ministro que fue un genio de la política y que ya funcionaba de acuerdo con la razón de estado: el cardenal Richelieu.
No parece que, en rigor, Olivares se plantease en ningún momento un reforma de la estructura de los distintos reinos peninsulares que constituían la Corona española; solo, en todo caso, algunas modificaciones puntuales
Como observa muy acertadamente el historiador inglés John H. Elliot en su muy recomendable ‘La rebelión de los catalanes. Un estudio sobre la decadencia de España (1598-1640)’ (1963), no parece que, en rigor, Olivares se plantease en ningún momento un reforma de la estructura de los distintos reinos peninsulares que constituían la Corona española; solo, en todo caso, algunas modificaciones puntuales que le permitieran proseguir sus empresas internacionales, con la misma endeblez constituyente que hasta entonces, ampliando sus fuentes de recursos, y ofreciendo compensaciones por ellos. Sería el caso de la conocida idea de la Unión de Armas, que requería a los distintos reinos la aportación de levas para el sostenimiento de las necesidades militares, que estimó ni más ni menos que en 300.000 hombres; algo impensable para la despoblada península en su totalidad, ni siquiera con la inclusión de las posesiones de ultramar. Luego rebajó sus pretensiones. Pero también es verdad que, por ejemplo, ofreció a Cataluña la posibilidad de, a cambio, abrirse al comercio con América. Algo que las autoridades catalanas rechazaron, entre otras razones porque, como observa Jaume Vicens Vives, Cataluña estaba tan decadente como podía estarlo Castilla, y su raquítica burguesía no estaba en condiciones, ni tenía el menor interés, de acometer la empresa americana.
El Conde-duque se comprometió de lleno en la generalización de la guerra civil europea que fue la guerra de los Treinta Años (1618-1648), acudiendo en auxilio de los Habsburgo alemanes parientes de los españoles. Al principio las cosas no fueron militarmente mal, pero sí políticamente. El desgaste fue inmenso, y la entrada de Francia en el conflicto fue el aldabonazo definitivo. A las sublevaciones de Cataluña –que nombró conde de Barcelona a Luis XIII de Francia- y de Portugal –auxiliada generosamente por Inglaterra-, se le añadió la conspiración abortada del Duque de Medina-Sidonia en Andalucía; y las exigencias económicas y humanas de la guerra se hicieron insostenibles. Con el reino amenazando con implosionar, Felipe IV, hasta entonces dedicado a sus actividades cinegéticas y a sus galanterías por toda ocupación, resolvió destituir al hombre en quien había confiado el destino de sus reinos durante los últimos veintidós años; tuvo que contentarse con sus despojos.
Y como del árbol caído todo el mundo hace leña, desde su exilio en Loeches le empezaron a llover a Olivares acusaciones de muchos que habían sido sus más íntimos colaboradores. El rey lo exilió entonces más lejos, en Toro, y hasta se le abrió un proceso por parte de la Inquisición en 1644, que consiguió eludir porque falleció antes que culminara: murió en julio 1645. Toda una premonición de lo que se avecinaba. Su gran rival europeo, el cardenal Richelieu, había fallecido dos años y medio antes, pero dejó un legado que tuvo continuidad.
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Domingo, 23 de enero de 1643
El conde-duque de Olivares, hasta entonces todopoderoso valido del rey de España, era destituido por Felipe IV y desterrado a la población de Loeches. Falleció dos años después.