A comienzos del siglo IV a.C. la ciudad de Roma era una república que controlaba apenas una pequeña porción del centro de Italia, rodeada de pueblos muy superiores a ella. Al este estaban la poderosa confederación de los samnitas, al sur las ciudades de la Magna Grecia, al este los umbríos y, al norte, el mayor peligro, los galos.
CV / Desde su fundación en el 753 a.C. Roma había vivido dos siglos y medio bajo la forma de gobierno monárquica. Primero como ciudad independiente con sus primeros cuatro reyes, Rómulo, Numa Pompilio, Tulo Hostilio y Anco Marco; después, con los últimos tres reyes etruscos –Tarquinio I, Servio Tulio y Tarquinio II el soberbio- muy probablemente como vasalla o tributaria de esta confederación de ciudades tirrenas. El último rey, Tarquinio II, ejerció un poder particularmente despótico y cruel. Según la leyenda, la violación de una joven patricia, Lucrecia, fue la gota que colmó el vaso e hizo estallar la revolución que, bajo el liderazgo de Junio Bruto, expulsó a la monarquía etrusca e instituyó la República como forma de gobierno.
Durante el siglo siguiente, la joven República libró varias guerras con los etruscos, que concluyeron con la toma y destrucción de la capital, Veies, lo que proporcionó a los romanos el dominio de todo el Lacio y la Toscana. Pero esto les puso en contacto fronterizo con los belicosos galos del norte, que periódicamente invadían y saqueaban los territorios vecinos.
En el año 387 a.C. se produjo la mayor invasión gala, liderada por el rey Breno, al frente de un poderoso ejército. Según nos relata Tito Livio en Ab Urbe Condita, los romanos se movilizaron para hacerles frente, pero al ver a sus enemigos antes de entablar batalla, su salvaje aspecto y las pinturas de guerra con que se «acicalaban», aterrorizaron de tal modo a los bisoños legionarios que cundió el pánico y fueron completamente derrotados. El combate se conoce como la batalla del Alia. Una de las grandes derrotas de la historia de Roma.
Los galos entraron en Roma y saquearon la ciudad. Los romanos supervivientes se refugiaron en la colina del Capitolio, donde se hicieron fuertes, al mando de Marco Manlio Capitolino
Los galos entraron en Roma y saquearon la ciudad. Los romanos supervivientes se refugiaron en la colina del Capitolio, donde se hicieron fuertes, al mando de Marco Manlio Capitolino. En una ocasión, los galos intentaron atacar de noche la montaña, pero los graznidos de los gansos sagrados despertaron a los defensores y consiguieron rechazar a los galos. Pero como la situación era insostenible, Manlio pidió la paz a Breno, ofreciéndole a pagar un tributo a cambio de que los galos abandonaran la ciudad. Breno exigió el pago de mil libras de oro.
Nos cuenta Tito Livio que mientras los galos estaban pesando el oro, los romanos protestaron al comprobar que la balanza había sido trucada. Breno puso entonces su espada sobre la balanza –añadiéndole por lo tanto su peso- al tiempo que lanzaba su famosa exclamación: «vae victis», ¡ay de los vencidos! Una frase que ha pasado a la historia.
Pero Roma no olvidó la humillación. A partir de entonces se centró en formar militarmente a sus ciudadanos para constituir un poderoso ejército que le garantizara la seguridad frente a sus belicosos vecinos. Para muchos historiadores, el episodio de la batalla del Alia fue un punto de inflexión en la historia de Roma.
Los galos avanzaron de nuevo hacia el sur en dos nuevas ocasiones, en el 360 y en el 348 a.C., pero en ambas fueron contundentemente rechazados por las cada vez más poderosas legiones romanas. Luego vinieron las guerras samnitas, la ocupación de Umbría, de la Magna Grecia y de la totalidad de Ia península itálica al sur del río Rubicón. El oro robado por Breno les salió a la postre muy caro a los galos. Ellos mismos acabaron invadidos y esclavizados por los romanos, además de haber puesto en marcha un poder que iba a transformar completamente el mundo antiguo: Roma no se iba a detener en Italia.
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Tras la derrota romana en la batalla del Alia, la ciudad de Roma era saqueada por las hordas del rey galo Breno. Los ciudadanos romanos, refugiados en el Capitolio, tuvieron que pagar tributo. Pasaron casi ochocientos años hasta que otro ejército enemigo entrara en Roma.